EL LITORAL, Jueves 30 de Mano de 1967

UN REQUIEM AL MADRID DE LA GRAN VIA

Estamos en las postrimetrías del invierno. Un invierno más duro que nunca, dice la gente de Madrid, porque hubo no sólo un frío intenso y días de lloviznas y de lluvias, sino que hasta la nieve tendió una sábana blanca sobre los tejados, las calles y las plazas madrileñas como hacia altos que no se veía en esta villa y corte del oso y del madroño; y corno si esto no bastara, sobrevinieron luego las heladas -heladas en serio, no como nuestras escarchas- que sobre la nieve que perduraba por algunos días en ciertos abrigados rincones de la ciudad, pusieron una cristalina cubierta de hielo para conservarla por más tiempo.

El 2 de febrero, día de la Candelaria, es el principio del fin del invierno, nunca como ahora tan esperado, y es creencia popular de que si llueve en ese día es serial de que el frío se va y de que empieza el tiempo sereno, de cielos limpios y transparentes y soles tibios anunciadores de la primavera. Por eso, según el refrán "si la Candelaria plora, el invierno ya está fora". Pero si no llueve, ese día trae un consuelo; "si la Candelaria plora o deja de plorar; la mitad del Invierno no está a pasar"; o "si la Candelaria no plora, la mitad del Invierno está fora".

Pero este alto, el día de la Candelaria no llovió, y aunque la mitad del invierno estaba "fora", ésa falta de lluvia en ese día era señal de que seguirían los días fríos: "Si la Candelaria no plora, el invierno está dentro, no está flora". Y así ocurrió. Siguen las lloviznas y aunque no ha vuelto la nieve ha nevado, y está nevando en el Escorial, a un paso de Madrid.

La meteorología popular enseña también que en abril comienzan las lluvias: "en abril, aguas mil". Época en que los pastores llevan los rebaños a pacer en pasto verde y fresco en los caminos: "en abril, pasta la oveja en el carril", después del crudo invierno que comienza con las primeras nieves que caen en lo alto de las sierras alrededor del día de Todos los Santos: "para los Santos, ni ve en los altos".

Ahora, como un feliz anuncio de la primavera, se dio la noticia por radio y por la prensa, que desde África habían llegado a las costas de Andalucía las primeras golondrinas y las primeras cigüeñas; que si las golondrinas ya no cuelgan sus nidos en los balcones como en los versos románticos de Bécquer, pues sólo anidan en mechinales, debajo de los aleros y en otros sitios al abrigo de intemperies, las cigüeñas con mucha parsimonia, volverán a tejer sus grandes nidos en lo alto de las torres cuadradas o en las espadañas de las viejas iglesias de las ciudades y de los pueblos y aldeas de España.

Es el vuelo alocado de las golondrinas y el lento y elegante vuelo de las cigüeñas, el ansiado mensaje de primavera, y en estas latitudes el anuncio de la proximidad de la Semana Santa:

"Ya vienen las golondrinas
con el pico muy sereno,
pa quitarle las espinas,
a Jesús el Nazareno".

Simultáneamente aparecieron en el cielo de España cigüeñas y golondrinas y en las oficinas de turismo o de navegación y en la recepción de los hoteles, carteles de mucho color anunciando la celebración de la Semana Santa en Sevilla, en Cuenca, en Valladolid... con sus clásicos penitentes y promesantes en un desfile medieval con la cabeza y la cara enfundadas en cónicos capuchones y los peis descalzos, aunque no falte un chusco que canturree por ahí con cierta guasa, como acá se dice:

"Mírala por dónde viene,
descalcita y sin sandalias,
es por que quiere cobrar
las horas extraordinarias".

Estos actos se organizan y fomentan ahora oficialmente con vistas al turismo, corno que llega de todas partes gran número de turistas con sus respectivas cámaras fotográficas y filmadoras, que en esta ocasión ingresan al país una considerable suma de divisas. Actos semejantes a estos de la Semana Santa, que tuvieron un remoto origen netamente popular, tienen segura su repetición indefinida a través de los años, aunque por esa organización y amparo oficial pierdan a la postre todo el sentido que tuvieron en épocas en que no existían ni empresas ni oficinas de turismo, pues si se acaban o disminuyen penitentes y promesas espontáneos y auténticos, habrá otros siempre a mano para dar al acto todo el color necesario aúna costa de la ingenuidad y candor de su remoto origen que ni percibe ni interesa al turista que sólo quiere espectáculos pintorescos y exóticos.

Hay, en cambio, otras manifestaciones populares llenas de candidez y de pureza, que se perderán irremediablemente pero que conservarán, en cambio, hasta que se extingan, toda su primitiva frescura.

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El 17 de enero se celebra el día de San Antonio Abad, patrono de los animales y especialmente de caballos, mulos y burros. En ese día, acude el pueblo a hacer bendecir en Ja iglesia sus animales, Mujeres y hombres, niños y viejos llevan sus pájaros, sus aves de corral, sus corderos, sus bueyes, sus perros y hasta sus gatos a recibir la bendición; y los caballos, los mulos y los borricos, preferidos del santo, adornados con cintas de colores y guirnaldas de flores. El día de San Antonio Abad que sobre todo en las aldeas tiene un sentido de gran ingenuidad y pureza, es un verdadero día de fiesta para las bestias, aunque para las gallinas que han dejado de poner en esta ¿poca del año en que comienza la "postura" en las aves de corral, es el día en que irremediablemente se le condena a muerte, pues "pa San Antón la gallina pon y si no retorsicón".

Para el día de San Isidro Labrador, el 15 de mayo, en las aldeas se reúnen los vecinos que trabajan la tierra con sus yuntas de mulas y sus arados y se oraran apuestas sobre quién traza los surcos más derechos y perfectos. Por eso se aconseja: "Pa San Isidro, llevar llenos los bolsillos". Pero las mulas, poco a poco se van reemplazando por los tractores; y en las ciudades no resulta cómodo ni fácil tener animales domésticos, y entre el tránsito de automóviles y ómnibus, ya no circulan carros tirados por caballos ni borricos agobiados bajo el peso de las albardas.

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Todas las mañanas hago el mismo camino rumbo al Palacio Real donde trabajo en su magnífica biblioteca. Cruzo la Puerta del Sol, sigo por la "Calle del Arenal"; paso junto al Teatro Real, cruzo la Plaza de Oriente y entro al palacio a cuya puerta principal hacen guardia un policía, un guardia civil con su clásico sombrero de hule y un grave portero de levita azul con botones y galones dorados y un impresionante falucho galoneado. Pero a lo largo de la "Calle del Arenal" que en su antiquísimo nombre recuerda los tiempos de calles sin pavimentos, desembocan o nacen calles y pasajes que ostentan también nombres muy antiguos y peregrinos en azulejos o ladrillos vidriados; Pasaje de San Ginés. Calle de la Escalinata, Calle de las Fuentes, Pasaje de los Donados, Costanilla del Angel, Calle de los Bordadores, Calle de las Hileras… y además algunos de esos azulejos o ladrillos vidriados representan gráficamente el origen o motivo del nombre: unas fuentes, unos hombres bordando, una hilera o recua de mulas. Pero éstas son como las calles del viejo Madrid, estrechas, tortuosas, con una doble fila de casas de alto con balcones volados y techos de teja; unas veces empinadas y otras en pronunciado declive, que un día para holgura y comodidad de turistas y para facilitar el desplazamiento de los automóviles, cada vez más numerosos, desaparecerán o se rectificarán irremediablemente y hasta, quizás, cambiaran de nombre. Alcancé la "Botillería de Pombo" donde Gómez de la Serna pontificada desde su famosa pella que Gutiérrez Solana, llevó a la tela; y alcancé también la Gran Vía con mesas de los innumerables cafés en las veredas donde el español, antes de la segunda guerra, arreglaba el mundo entre sorbos de café y de coñac y bocanadas del humo de los puros. Pero todo eso también desapareció y hasta la Gran Vía cambió de nombre.

Es el proceso lógico en la vida de los pueblos que, en ciertos casos, se produce normalmente y en otros en forma catastrófica como ocurre por la mano despiadada de las autoridades edilicias, que no suelen andarse con muchos requilorios y tiquis miquis si se trata de derribar edificios, remover calzadas y trastocar plazos y paseos.

Frente al Teatro Español hay, o mejor dicho, había, una simpática plazoleta donde en días de sol correteaba un bullicioso grupo de niños y muchachas, mientras algunos viejos, en los infaltables bancos de piedra, en las siestas de invierno, dormitaban con el pitillo apagado en la comisura de los labios o tosían y carraspeaban reciamente. Desde el centro de esa plaza, Calderón de la Barca, grave y solemne, contemplaba en la cartelera del teatro vecino los anuncios de las obras que se ponían en escena: Numancia, o algún entremés de Cervantes, El burlador de Sevilla de Tirso de Molina... Pero es el caso que un día llegó hasta allí un camión y unos obreros del Ayuntamiento, y con mucho desenfado e irreverencia, desmontaron de su pedestal a Calderón, cargaron con él en el camión comunal y marcharon sin más ceremonia a los galpones o deposito de trastos del Ayuntamiento, mientras un grupo silencioso de gente de teatro le seguía a pie como en un cortejo fúnebre.

Ganivet decía que las ciudades van tomando insensiblemente el carácter de las generaciones que pasan, porque sin contar con las reformas artificiales y violentas hay unas reformas naturales, lentas, invisibles, que resultan de hechos que nadie inventa y que muy pocos perciben.

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Una editorial ha publicado recientemente un volumen que incluye tres obras de Eugenio d'Ors. La segunda parte de este libro es el que tituló su autor "Aldeamiediana" y donde en una visión romántica refleja la vida de aldea "que habla visto o soñado, dice el autor del comentario bibliográfico, en las Esparragueras del Pirineo". Y agrega luego: "Es utópico el afán de detener un pasado que se disuelve ante el juego incontrastable de las fuerzas económicas".

Sí, es absurdo por un romanticismo vergonzante, querer que Madrid conserve el carácter con que le conocimos antes de nuestro primer encuentro, a través de los libros de Mesonero Romanos, o de Pardo Bazán, o del candoroso Padre Coloma, o del agrio y vigoroso Pío Baroja. Es como si quisiéramos que en Egipto se viviera como en tiempo de los reyes pastores o de los faraones, o que volviéramos al chiripá y a viajar en carretas. Si, es utópico. Sin embargo, con cierta melancolía entonamos un réquiem al Madrid de la Gran Vía y de la peña de Bombo.


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